Rómulo Gallegos: Selva, llano y palabra






En los umbrales de luz de este sábado atardecido — 23 de agosto—, pude vivenciar la obra «Rómulo Gallegos: Selva, Llano y Palabra» de la conmovedora dramaturga y poeta Yoyiana Ahumada Licea. Imposible no referirse en el formato de este drama, al llamado Teatro Postdramático: ese concepto del drama postmoderno que va más allá de la escena tradicional y que el gran dramaturgo alemán Hans-Thies Lehmann instituyera en su libro Teatro Imposible (1999), analizando cómo el teatro contemporáneo se aleja del texto como centro de la obra.

Fiel a esta ampliación sin límites o cesuras de la imagen dramática, en esta obra no hay una narrativa lineal ni división en escenas tradicionales. El texto está fragmentado, repetitivo o incluso a veces ausente, priorizándose la presencia física, el cuerpo, el espacio, el sonido y la imagen. Sorprende el exquisito manejo del «tempo dramático» o tiempo escénico que, en este caso, es un tiempo continuo, sin cortes, como una experiencia inmersiva.

Sin embargo, tal y como dice una de las frases más significantes de la obra: «todo vuelve a su origen». Sería entonces imposible no reconocer estas aberturas de la imagen dramática en el antiguo teatro clásico griego, en la figura de Teócrito un poeta helenístico (siglo III a.C.). Aunque este maravilloso griego no fue estrictamente un autor de teatro clásico en el sentido tradicional como Esquilo, Sófocles o Eurípides, pudo atreverse, en su momento, a realizar —al igual que nuestra poeta y dramaturga—, una fusión de la imagen poética con la imagen escenográfica de manera particular en sus idilios: diálogos pastorales con estructura dramática, pero sin escenas teatrales en el sentido escénico o representativo. En esta obra, en lo personal y como espectador atravesado por la forma de articular el drama, se integra en lo profundo del alma, una simbolización similar a la del teatro griego: la escena era como un templo donde el alma colectiva se representaba a sí misma. Yoyiana Ahumada, recoge así, a modo de síntesis entre el concepto posmoderno del drama abierto y los elementos clásicos griegos, una amlagama que podría traducirse en un teatro interior: el tiempo continuo y sin cortes que mencionábamos en el teatro posdramático nutriéndose de esa trinidad con constituyen el coro-danza —conciencia—, la máscara —el arquetipo—, y la skené —memoria—

Pero volviendo a la obra que reseñamos, podría decir que, más que en modo visual y en la retina del ojo, en este caso, el drama se va proyectando en la imaginación del espectador sobre la retina del alma. Ya el escenario no es un lugar físico, sino un territorio psíquico. En lugar de actos y escenas, donde hay corrientes de afecto, silencios que hablan, presencias que se desvanecen y reaparecen. El tiempo no se mide en minutos, sino en intensidades. Aquí, el teatro no representa: revela. Imposible no referenciar a esta autora, con Romeo Castellucci: Creador de obras visuales y filosóficas donde el texto se disuelve en imágenes y atmósferas, o a Angélica Liddell: su teatro visceral, poético y muchas veces sin estructura escénica convencional, pero sobre todo a Jan Fabre: Mezcla de danza, performance y teatro en obras que pueden durar horas sin cortes narrativos: una forma de cartografía emocional, donde el drama no se divide en escenas, sino que fluye como un río que atraviesa paisajes internos que reflejan los estados del alma: angustia, deseo, abandono, éxtasis… no como emociones aisladas, sino como climas que se expanden, los Arquetipos flotantes: Doña Bárbara, Marisela, Asdrúbal, Santos Luzardo y Lorenzo Barquero, en el caso de Doña Bárbara o Marcos Vargas, Maigualida, el Cacique Yuruari, Aymara y Cajuñano en el caso de Canaima, ya no como personajes, sino como fuerzas que atraviesan el cuerpo escénico lleno de Paisajes internos: selvas de memoria, llanuras de espera, abismos de repetición.

La autora por otro lado, fiel a la poética narrativa y psicológica de Rómulo Gallegos, crea este concertante de imágenes donde el cuerpo del actor ya no interpreta: encarna, donde el texto se fragmenta, se repite, se susurra, se borra y la escena se convierte en un espacio ritual, donde el espectador no observa desde fuera, sino que habita desde dentro. No hay escenas, no hay historia, pero hay una geografía emocional que se despliega ante nosotros, donde La relación simbólica entre el llano, la selva y la palabra puede leerse como otra trinidad profundamente enraizada en la experiencia latinoamericana, especialmente en la literatura venezolana con Gallegos como centro de convergencia de todo ese mundo imaginal. El llano: la voz del silencio y la resonancia Interior, símbolo de amplitud, despojo y contemplación, que representa el espacio abierto donde la palabra se escucha con eco, donde el escritor se enfrenta al vacío fértil de la página. Lugar de arraigo y memoria, territorio de mitos rurales, de sabiduría ancestral, donde la palabra se vuelve canto, copla, o susurro del viento.

En la obra, la figura de Gallegos —y estamos seguros que de la autora del drama también— el llano es el espacio donde la palabra se desnuda, se prueba a sí misma sin ornamentos. Es el terreno de la introspección. Por su lado, la selva, sería el Lenguaje del Instinto y lo Inconsciente, símbolo de lo indómito, lo oculto, lo fértil. La selva es el caos creativo, el lugar donde las palabras brotan como raíces entrelazadas, salvajes y misteriosas, territorio de lo sagrado y lo ancestral. En la selva habitan los espíritus, los mitos, los lenguajes olvidados. Es donde la palabra se transforma en ritual. La selva entonces es el inconsciente, el lugar donde se gestan las metáforas más profundas. Es el laboratorio del símbolo, del arquetipo, de lo que aún no se ha dicho. Cerrando la simbología del título y de la obra en sí misma, estaría la palabra: puente entre Territorios, Símbolo de creación, mediación y revelación. La palabra es el hilo que une el llano y la selva, lo racional y lo instintivo, lo claro y lo oscuro.

Me atrevo a decir entonces que, en este drama, Yoyiana Ahumada ejecuta un acto de transmutación, donde ella misma y el escritor encarnado en el personaje de Gallegos, toma la vastedad del llano y la espesura de la selva para convertirlas en lenguaje, en texto, en mundo: La palabra es el mapa y también el viaje. Es el modo de habitar ambos territorios sin perderse, de nombrar lo innombrable y de dar forma al caos, a través de una tercera trinidad, esta vez encriptada en una clave simbólica más profunda. Podríamos decir que el llano es el logos, la selva es el mythos, y la palabra es el eros que los une: el deseo de comprender, de expresar, de trascender. Uno canta coplas al atardecer, el otro susurra mitos entre hojas húmedas.

No puedo cerrar esta reseña que no tiene pretensiones de ser una critica autorizada sino más bien, como una crónica anímica, sin invitarlos a ir mañana domingo 24 de agosto a las 5:00 pm. Además se hace imperioso resaltar la labor del maravilloso equipo que produjo esta magia en la escena: Marisol Martínez en la dirección magistral y sentida, los intérpretes: Jesús Das Merces, Margareth Aliendres, José Gregorio Martínez, Jessica Arminio, Nathalie Tablante, Luis Palmero, las conmovedoras coreografías de danza: Carmarys Carrasco, Michell Muccerino, la producción ejecutiva: Ramiro Molina,  la producción: William López de Rajatabla, la producción artística: Williams Blanco, la producción de campo: Yorman Bravo Luna, la asistencia de Dirección: Armando Andrés González y de manera muy particular el diseño sonoro y visuales a modo de coro griego con vientos y percusión: Manoa Audio y el mirífico Washé, quienes nos penetraron el alma con las imágenes, y de manera muy particular, la cadencia final de la obra, donde todos los personajes a coro, nos llevaron más allá de Orinoco, más allá del Meta, más allá del Sinaruco… y más allá de nosotros mismos.

 

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