Rómulo Gallegos: Selva, llano y palabra
Fiel a esta ampliación sin límites o cesuras de la imagen dramática, en
esta obra no hay una narrativa lineal ni división en escenas tradicionales. El
texto está fragmentado, repetitivo o incluso a veces ausente, priorizándose la presencia
física, el cuerpo, el espacio, el sonido y la imagen. Sorprende el exquisito
manejo del «tempo dramático» o tiempo escénico que, en este caso, es un
tiempo continuo, sin cortes, como una experiencia inmersiva.
Sin embargo, tal y como dice una de las frases más significantes de la
obra: «todo vuelve a su origen». Sería entonces imposible no reconocer estas
aberturas de la imagen dramática en el antiguo teatro clásico griego, en la
figura de Teócrito un poeta helenístico (siglo III a.C.). Aunque este
maravilloso griego no fue estrictamente un autor de teatro clásico en el
sentido tradicional como Esquilo, Sófocles o Eurípides, pudo atreverse, en su
momento, a realizar —al igual que nuestra poeta y dramaturga—, una fusión de la
imagen poética con la imagen escenográfica de manera particular en sus idilios:
diálogos pastorales con estructura dramática, pero sin escenas teatrales en el
sentido escénico o representativo. En esta obra, en lo personal y como
espectador atravesado por la forma de articular el drama, se integra en lo profundo del alma, una simbolización
similar a la del teatro griego: la escena era como un templo donde el alma
colectiva se representaba a sí misma. Yoyiana Ahumada, recoge así, a modo de síntesis
entre el concepto posmoderno del drama abierto y los elementos clásicos
griegos, una amlagama que podría traducirse en un teatro interior: el
tiempo continuo y sin cortes que mencionábamos en el teatro posdramático nutriéndose de esa trinidad con constituyen el coro-danza —conciencia—, la máscara
—el arquetipo—, y la skené —memoria—
Pero volviendo a la obra que reseñamos, podría decir que, más que en modo visual
y en la retina del ojo, en este caso, el drama se va proyectando en la
imaginación del espectador sobre la retina del alma. Ya el escenario no es un
lugar físico, sino un territorio psíquico. En lugar de actos y escenas, donde hay
corrientes de afecto, silencios que hablan, presencias que se desvanecen y
reaparecen. El tiempo no se mide en minutos, sino en intensidades. Aquí, el
teatro no representa: revela. Imposible no referenciar a esta autora, con Romeo
Castellucci: Creador de obras visuales y filosóficas donde el texto se disuelve
en imágenes y atmósferas, o a Angélica Liddell: su teatro visceral, poético y
muchas veces sin estructura escénica convencional, pero sobre todo a Jan Fabre:
Mezcla de danza, performance y teatro en obras que pueden durar horas sin
cortes narrativos: una forma de cartografía emocional, donde el drama no se
divide en escenas, sino que fluye como un río que atraviesa paisajes internos que
reflejan los estados del alma: angustia, deseo, abandono, éxtasis… no como
emociones aisladas, sino como climas que se expanden, los Arquetipos flotantes:
Doña Bárbara, Marisela, Asdrúbal, Santos Luzardo y Lorenzo Barquero, en el caso
de Doña Bárbara o Marcos Vargas, Maigualida, el Cacique Yuruari, Aymara y
Cajuñano en el caso de Canaima, ya no como personajes, sino como fuerzas que
atraviesan el cuerpo escénico lleno de Paisajes internos: selvas de memoria,
llanuras de espera, abismos de repetición.
La autora por otro lado, fiel a la poética narrativa y psicológica de
Rómulo Gallegos, crea este concertante de imágenes donde el cuerpo del actor ya
no interpreta: encarna, donde el texto se fragmenta, se repite, se susurra, se
borra y la escena se convierte en un espacio ritual, donde el espectador no
observa desde fuera, sino que habita desde dentro. No hay escenas, no hay
historia, pero hay una geografía emocional que se despliega ante nosotros,
donde La relación simbólica entre el llano, la selva y la palabra puede leerse
como otra trinidad profundamente enraizada en la experiencia latinoamericana,
especialmente en la literatura venezolana con Gallegos como centro de
convergencia de todo ese mundo imaginal. El llano: la voz del silencio y la resonancia
Interior, símbolo de amplitud, despojo y contemplación, que representa el
espacio abierto donde la palabra se escucha con eco, donde el escritor se
enfrenta al vacío fértil de la página. Lugar de arraigo y memoria, territorio
de mitos rurales, de sabiduría ancestral, donde la palabra se vuelve canto,
copla, o susurro del viento.
En la obra, la figura de Gallegos —y estamos seguros que de la autora del
drama también— el llano es el espacio donde la palabra se desnuda, se prueba a
sí misma sin ornamentos. Es el terreno de la introspección. Por su lado, la selva,
sería el Lenguaje del Instinto y lo Inconsciente, símbolo de lo indómito, lo
oculto, lo fértil. La selva es el caos creativo, el lugar donde las palabras
brotan como raíces entrelazadas, salvajes y misteriosas, territorio de lo
sagrado y lo ancestral. En la selva habitan los espíritus, los mitos, los
lenguajes olvidados. Es donde la palabra se transforma en ritual. La selva
entonces es el inconsciente, el lugar donde se gestan las metáforas más
profundas. Es el laboratorio del símbolo, del arquetipo, de lo que aún no se ha
dicho. Cerrando la simbología del título y de la obra en sí misma, estaría la palabra:
puente entre Territorios, Símbolo de creación, mediación y revelación. La
palabra es el hilo que une el llano y la selva, lo racional y lo instintivo, lo
claro y lo oscuro.
Me atrevo a decir entonces que, en este drama, Yoyiana Ahumada ejecuta un acto
de transmutación, donde ella misma y el escritor encarnado en el personaje de
Gallegos, toma la vastedad del llano y la espesura de la selva para
convertirlas en lenguaje, en texto, en mundo: La palabra es el mapa y también
el viaje. Es el modo de habitar ambos territorios sin perderse, de nombrar lo
innombrable y de dar forma al caos, a través de una tercera trinidad, esta vez
encriptada en una clave simbólica más profunda. Podríamos decir que el llano es
el logos, la selva es el mythos, y la palabra es el eros que los une: el deseo
de comprender, de expresar, de trascender. Uno canta coplas al atardecer, el
otro susurra mitos entre hojas húmedas.
No puedo cerrar esta reseña que no tiene pretensiones de ser una critica autorizada sino
más bien, como una crónica anímica, sin invitarlos a ir mañana domingo 24 de agosto
a las 5:00 pm. Además se hace imperioso resaltar la labor del maravilloso equipo que produjo
esta magia en la escena: Marisol Martínez en la dirección magistral y sentida,
los intérpretes: Jesús Das Merces, Margareth Aliendres, José Gregorio Martínez,
Jessica Arminio, Nathalie Tablante, Luis Palmero, las conmovedoras coreografías
de danza: Carmarys Carrasco, Michell Muccerino, la producción ejecutiva: Ramiro
Molina, la producción: William López de
Rajatabla, la producción artística: Williams Blanco, la producción de campo: Yorman Bravo Luna, la asistencia de
Dirección: Armando Andrés González y de manera muy particular el diseño sonoro
y visuales a modo de coro griego con vientos y percusión: Manoa Audio y el
mirífico Washé, quienes nos penetraron el alma con las imágenes, y de manera muy particular, la cadencia final de la obra, donde todos los personajes
a coro, nos llevaron más allá de Orinoco, más allá del Meta, más allá del Sinaruco…
y más allá de nosotros mismos.
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