BAJAMAR de Christian Diaz
Siete instancias, siete estaciones, siete tránsitos como las siete moradas que revela en su recorrido Santa Teresa de Jesús: una paloma atravesando el laberinto del alma desde lo más hondo y oscuro, para encontrar ahí, su oro. Senda espiritual de una progresiva unión con lo inefable: En cada una la paloma se acerca más, hasta alcanzar el sol.
Así, de igual manera el padre Christian Díaz hace el viaje de los iniciados, pero a la inversa, en descenso hacia sí mismo, Katábasis necesaria hacia el centro del alma donde lo espera esa otra luz que ilumina hacia lo interno. Un camino que al igual que el génesis y sus siete instancias [Génesis: nombre que procede del griego γένεσις y que puede ser traducido como Origen, Creación o Nacimiento] empieza por la luz para luego ir en descenso por el peso leve de la Gracia, hacia nosotros, hacia el reino de lo visible, hacia el Maljut o terredad: la tierra como última instancia de la luz divina. Siete días de expansión, de ese repliegue que el creador hace de sí mimos para que lo creado sea. La luz no se ven la luz, se ve en la sombra en la oscuridad y, es ahí justamente, en el medio de esa noche de devastación, donde la tierra está aún sin vida, como una casa deshabitada, como la espera. Salir a la intemperie para encontrar, para entender las raíces del cielo y en el borde, justo en el umbral de las aguas y de los residuos de la soledad, hacernos olas suplicantes.
Caemos así a ras de tierra, acostados en la arena frente al mar, lecho quebrado por las olas que golpean nuestra herida, juego fractal del dolor que contrasta con la fractalidad de la Belleza azul de la bóveda celeste. Ya no habrá confrontación de nuestra verticalidad con los amados horizontes, nos acunaremos, nos tenderemos, para esperar con los ojos cerrados tu llegada.
Ardemos, así como el fuego de un náufrago, que quema su nostalgia a campo abierto. Arde la ausencia, más allá de nuestro anhelo que va adquiriendo el rostro, la imagen del origen, de lo continente, de la que observa más allá de la espera, como punto final, como el rostro de nuestra madre. Dios omnipotente y todo poderoso, por quien todo fue hecho, en su necesidad infinita, de encarnarse, de ser contenido, acunado, tuvo que venir hacia nosotros, que actualizar su venida, su descenso a través del vientre de una mujer, de una madre. Decía en un ensayo sobre otro sacerdote poeta, el inefable Armando rojas Guardia, que el nacimiento, la entrada a la vida comienza siempre en una herida, en una hendidura, con un ritual de llanto y quejidos. Con un corte que nos deja una cicatriz evidente e imborrable. Corte que nos arroja a la intemperie. Los seres humanos nacemos desnudos, arrojados, desprendidos de la dimensión íntima y simbiótica del vientre de nuestra madre, a través de un ritual de dolor y de sangre. Pareciera entonces que la vida es en sí misma una herida, un albur lleno de circunstancialidad y de elementos [naturales y sociales] que van a su vez acumulando más heridas. Más allá del llanto primario, de esa herida original, de ese sonido indiferenciado, nuestra voz irá deviniendo en palabra o canto [ese llanto sublimado] como respuesta a la alteridad, al Otro, a Dios: «una voz que clama en el desierto» o la voz sosegada del canto que nos acuna y nos contiene. La palabra simboliza la más elevada manifestación del drama dual de la vida, la palabra como vínculo, ese otro alimento que también nos nutre y nos sostiene. Los procesos nutricios [cuerpo y alma] y la restauración de esas heridas serán evoluciones sostenidas por el amor, por el mismo único amor. Por ese amor que se parece tanto al fuego que lo unifica todo: ambos procesos sometidos al fuego del amor.
Jesús, las aguas, la luna y lo femenino. Nada se asemeja más en su fluir, en su dinámica al alma, que la magia espiritual de las mareas y la luna. Esta última es que la que rige las mareas altas y la bajamar. Y es justamente ahí en la Bajamar donde podemos ver las huellas del poeta que caminó sobre las aguas, las huellas dejadas por el mar que se replican en el alma, huellas leves, tan breve y sutil como la vida de las flores que se pierden y se difuminan de ser noche tan adentro. En el ensayo sobre El reino de Dios, también comentaba que, Moisés [el hebreo], el salvado de las aguas, hijo adoptado de faraones, criado en la casta de los ungidos, sacerdote de Thot, iniciado en los misterios Órficos y discípulo de Hermes Trimegisto, salió de los recintos secretos sin haber cerrado los ojos ni la boca para revelar estos misterios y la «verdad abarcante» al mundo. Pero lo hizo parcialmente, al pueblo escogido, al pueblo elegido. A pesar de esta apertura, de romper la regla de oro de los iniciados poniendo esa verdad en el afuera, en los montes y en los templos, esta verdad debía seguir siendo administrada por una casta sacerdotal de hombres que encendían el fuego... Cristo, el pescador, el que purificaba con agua [el amante de las mujeres, desatando sus vidas como las barcas] también democratizó ese develar de los misterios y la gracia del espíritu santo, pero amplió la ofrenda y lo hizo para toda la humanidad. De manera contradictoria, sin embargo, restituye esa verdad [conformada, concebida y gestada en el vientre de una mujer] nuevamente en el interior, en el corazón...en el adentro.
Aquí en esta instancia nuestro poeta, nuestro sacerdote de la belleza, se atreve a mirar el fondo del vacío de donde fue contenido, visión de la nada como eterno útero, como el origen. Como una piedra que cae al fondo del pozo, así el alma de este poeta arroja su canto y su mirada para encontrar el sentido del ser. En este caso el mar como el retorno al paraíso perdido, replicando de manera conmovedora el arrullo y el canturreo nocturno de nuestra madre. El mar y la madre primordial. Si el sol que buscaba la paloma transida de la santa es el «padre» de la vida mediante su luz y calor, el mar es la «madre» la gran matriz, que evoca ese mar que también Dios creador experimento flotando bajo los latidos acordes del corazón de esa madre, como una pequeña barca que se mece en ondulaciones marinas. Significativamente, las palabras latinas mare [mar] y mater [madre] son muy próximas, lo mismo sucede en las lenguas románicas. Tanto para la lengua egipcia como para el sánscrito indoeuropeo, el fonema "MA" evoca lo maternal y primordial bajo el signo del agua.
En este regreso al origen, este descenso hacia el vientre primordial simbolizado en el mar que se arremansa y permite caminar sobre el en Bajamar, es ineludible llegar al brillo de esa niebla primordial [o shinig the fog como la llama el poeta] que había antes de la creación. Al decir del sabio Pascal Quignard la bruma y la palabra se mezclan en esa niebla primordial y original que esta siempre en el umbral que une lo caótico y la forma. Palabra y Bruma Inseparables desde el primer aliento: el verbo. Lo siempre inminente, por llegar. ¿Será esa Niebla la puerta, el umbral, el camino para regresar a lo más puro de nosotros?
Nos movemos así, al timo de las olas, en ese vaivén primordial sobre la hondura infinita acunados por ella y repetir junto al poeta en la orilla de esa bajamar cuando replicaba la epifanía del profeta Eliseo y los cuatro elementos donde buscaba a Dios: Agua, fuego, tierra y viento.
Así que la belleza es el viento
Moviendo el mar inmenso,
la transparencia de lo ausente.
En el fondo
aguardan los corales, peñascos, los tiempos
y siempre el sol,
su preciso destello tan adentro.
Generoso
se entrega así este mar.
Lo buscamos
después de besar la orilla
en su ocultamiento recurrente
Edgar Vidaurre
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