Autogeografía... de José Tomás Angola Heredia


Leyendo —o más bien viajando— este libro, es imposible no evocar a Homero y sus veinticuatro cantos odiseicos que marcan un nostos: término griego, que evoca el regreso al origen y, que no solo describe el viaje físico de héroes como Odiseo, sino también una travesía profundamente espiritual: el retorno sustancial al centro de nosotros mismos. José Tomas Angola quien es a un tiempo poeta y dramaturgo, en estos los treinta y cuatro cantos que conforman el libro, retoma y actualiza el asombro griego de mirar el mundo exterior e integrarlo poéticamente en el interior del alma, en una sola vivencia dinámica donde se funden ambos topos, en una autogeografía abarcante y cargada de realidades simbólicas. Desde tiempos antiguos, el ser humano ha sentido la necesidad de regresar. No solo al lugar físico que llama hogar, sino a un estado esencial, primigenio, donde la identidad se reconcilia consigo misma. En la tradición griega como dijimos, este impulso se llama nostos: el regreso. Pero más allá de la Odisea de Homero, el nostos se convierte en una metáfora poderosa del viaje interior, una Autogeografía que traza los contornos del alma en su búsqueda de sentido, belleza y trascendencia. Solo por reseñar este asombro poético-dramático a lo griego, nombramos a Esquilo, sin duda alguna, padre de la tragedia con su lenguaje elevado, simbolismo religioso y destino mítico, Sófocles quien se adentró con una mayor complejidad psicológica a la estructura dramática, siendo que su poesía se entrelaza con dilemas éticos y humanos y Aristófanes maestro de la sátira y la burla política con un humor lleno de metáforas, juegos de palabras y crítica poética, pero en particular a nuestro sentir nombramos de último a Eurípides, el más lírico y emocional: con sus personajes femeninos y su crítica social que lo acercan a una sensibilidad poética moderna.

Es imposible para mí no referenciar la vivencia de este libro con la secuencia de imágenes "El Poema del alma" (1835-1881) de Louis Janmot, como un ejemplo monumental de esta integración del asombro, donde además combina a la perfección treinta y cuatro pinturas y dibujos con un poema también de treinta y cuatro instancias que los acompañan para narrar el viaje iniciático de un alma en la Tierra. La obra Janmot — que podemos encontrar en el Museo de Bellas Artes de Lyon—, está curiosamente divida, al igual que este libro, en treinta y cuatro instancias o cantos y, también describe meticulosamente la búsqueda existencial del alma desde su nacimiento y primera infancia, pasando por sus primeros amores y aspiraciones a un ideal, hasta su descenso a la desesperación y su eventual reunión en un reino celestial. La coherencia visual de la serie, con sus escenarios teatrales y detalles simbólicos (lo femenino en sus distintas advocaciones, el niño de rosa, la joven de blanco), refuerza poderosamente la narrativa de continuidad y el destino a menudo trágico del alma. En absoluta correspondencia, en esta Autogeografía de José Tomás Angola, el poeta-dramaturgo ejecuta también un esfuerzo monumental de integración dinámica entre el afuera y mundo interior, estableciendo una cartografía del alma o autogeografía interior como forma poética y filosófica de mapear, —por decirlo así—, todo el recorrido que lleva el proceso de autoconocimiento.

Al igual que Odiseo, nuestro poeta en forma por demás dramática nos habla, o más bien nos canta el nostos más allá de un desplazamiento físico. Hay en todo el libro, un movimiento espiritual, por lo que al igual que Odiseo, José Tomas: el hombre, el poeta, no solo vuelve a su origen, sino que se transforma en el proceso. Para Odiseo, cada isla, cada monstruo, cada encuentro con lo femenino en sus diferentes a veces contradictorios arquetipos, cada tentación representa una parte de sí mismo que debe ser enfrentada, comprendida o superada. Así, el viaje se convierte en un espejo del alma: fragmentada, errante, pero profundamente deseosa de unidad. En el caso de esta Autogeografía de José Tomás Angola, en su mapeo del alma y su viaje existencial, encontraremos este otro arquetipo del héroe espiritual —que resuena en múltiples tradiciones: el retorno del hijo pródigo en el cristianismo, el camino del sufí hacia el Amado, o el descenso y ascenso del alma en la Noche oscura de San Juan de la Cruz. En todos ellos, el viaje no es lineal, sino espiral: cada vuelta nos acerca más al centro, al origen, al hogar interior— del hombre que regresa a su origen, pero esta vez a desplegada en una narratio donde solo el poeta es capaz de nombrar y cartografiar los territorios del alma. Así, este libro es mucho más que un poemario, es un drama que se constituye y se despliega en el alma en el proceso de reconocer nuestras zonas de sombra, nuestras cumbres de gozo, nuestros desiertos de duda. En esta cartografía, cada emoción, cada recuerdo, cada intuición se convierte en un punto cardinal.

A lo largo del recorrido vivencial de su lectura, encontraremos el canto pequeño y terrestre de una oruga, los mares muertos, las declaraciones en voz alta ejecutadas frente a ese mar, su reflejo, la playa como lugar final de los naufragios, los riachuelos más allá de esa orilla infinita, la hybris de las mujeres ofuscadas, los rezos, los restos, y los horizontes grises… la casa, el sufrimiento de los mártires, el centro ya de nuestra propia geografía, las rabias y las novias, la agonía ajena, el silencio y la palabra no dicha. El encuentro con la madre vieja, con las intenciones, con el deseo de ser un poeta que le canta a la noche, con los alacranes y la eternidad, la resignación, con la fastuosa realidad de la fábula, con las vidas quebradas, con un decálogo para el despecho, con el cangrejo, con tu nombre, con la sentida confesión, con el credo de los borrachos, con el conmovedor niño que hace malabares en un semáforo, con la fotografía y esa otra identidad convencional de un pasaporte, con una mosca presagiando el final del verano.

Volviendo a la referencia anterior sobre la integración poética de los mundos, sorprende además como el arte nos lleva a esas sincronías que el Maestro Jung nominaba como sincronicidad, en el hecho de que, así como el pintor y poeta Louis Janmot en su monumento señalado ·”El poema del alma” integraba imagen visual con imagen poética, el autor de este monumento que ahora señalamos, ejecuta igualmente una integración conmovedora de imagen poética con las imágenes visuales, a través de las catorce miríficas fotografías del fotógrafo Luis Salamé. En estas imágenes aparece de manera constante lo femenino en su cualidad de arquetipo de ánima y más concretamente el ánima del autor —que también podría ser la del lector—, en sus muy diversas advocaciones. Lilith, Inana, Eva, María, Atenea, Ariadna o Beatrice. En este caso, y tratándose del héroe y su nostos, al igual que Odiseo, esos arquetipos: Circe, Nausica, Calipso, la madre en el inframundo y Penélope, irán guiando y acompañando, al autor en su viaje lleno de elementos iniciáticos, con el simbolismo de tentación, seducción, pureza y luz, al modo de Ariadna con su hilo conductor que guía al héroe desde el inframundo a la luz, o de Beatrice que lo espera con certeza en la propia luz del paraíso. Jaime López-Sanz ofrece una lectura profundamente simbólica y psicológica del vínculo entre el arquetipo del héroe, hombre o, en este caso poeta que regresa a sí mismo y el ánima que en ese recorrido aparecerá bajo múltiples advocaciones — diosa, maga, hechicera, doncella, madre terrible, seductora y guardiana del misterio — En estas imágenes, el poeta nos expone la confrontación necesaria entre el yo y su sombra femenina, pues no podrá completarse sin atravesar el territorio del ánima hasta llegar al centro antes sombrío, y donde lo espera ahora una forma más integrada del ánima: joven, vulnerable, pero abierta al vínculo.

Esa dualidad, que la poesía trata de unificar de nuevo, ese viaje y ese nostos hacia el centro de nosotros mismo y en donde todo encuentra por fin la unidad perdida, en el libro de José Tomas Angola está intensamente expresada en la integración de palabra e imagen fotográfica. La inquietante y, a veces sosegada presencia de lo femenino y del ánima encarnada en una doncella que lo preside y a la vez oculta todo, develan el misterio de este viaje poético e iniciático en busca del origen. La primera palabra, el primer aliento, es el Verbo, cuya elipsis anímica terminará siendo también la última palabra. Sin embargo, al llegar transfigurados a ese centro, el poeta —y también el lector o el contemplador—deberán errar solitarios, ayuntando con la tierra en busca de su ánima perdida, su verdadera mitad, su integración final y fecundadora, guiados por el ovillo o por el hilo de la luz celestial y por la cartografía del alma, estableciendo así el centro de su autogeografía, para luego, ya iluminados, partir de nuevo devenidos en viento y fuego, siguiendo la llamada del impuntual verano y el insecto, la llamada del calor que huele a humo, como el novio del incendio que arrasa a lo lejos, con las aguas de una lluvia que no llega, y el batir de las hojas de una palma seca… perdidos entre el sopor y el estío, buscando palabras, lejos de aquí, en donde serán apenas brizna liviana y modesta, memoria repudiada de un país ardido.



 

 

 

 

 

 

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