El DIOS QUE ESPERA (A propósito de los treinta años del Dios de la Intemperie)



                                                 “lo único que en definitiva nos cobija es la intemperie”
                                                                          Rainer Maria Rilke

El Dios de la Intemperie es, por diversos motivos, un libro fundamental y único en nuestra literatura; siendo el primer libro de Armando Rojas Guardia que llegó a mis manos hace muchos años, me dejó una huella profunda que siempre se renueva, de tal forma que se ha convertido para mí en una especie de libro de cabecera, de esos libros inagotables que parecen nacer cada vez que uno los abre. Todo mi trabajo con la palabra, con el sufrimiento, con el cuerpo, con lo divino y lo poético – en suma, con lo humano- ha tenido que ver de algún modo con el discurso que  articula Rojas Guardia en este ensayo pleno de notas confesionales, disquisiciones filosóficas y religiosas, intuiciones místicas, epifanías poéticas y musicales. Un libro que habla, canta, y danza dentro de mí cada vez que lo leo.

Me acerco a este dios y me pregunto en principio por la palabra “intemperie”, porque la labor minuciosa del lector sabe que cada palabra abre puertas a múltiples significaciones. Intemperie viene del latín intemperies, prefijo in, en cuanto privativo y temperie, de temperancia, es decir, templanza; entonces la palabra nos remite de inmediato a aquello que carece de moderación, sobriedad, y que ha sido asociado a la intemperancia del tiempo, en su popular acepción de clima. Aquello que está expuesto al tiempo nos conecta con el estar sin cobijo, abandonado o dejado al tiempo y sus inclemencias, en tanto fenómeno natural; sin embargo, hay que exprimir la palabra y llevarla más allá- o mas acá- al tiempo propiamente dicho, a ese ser-ahí del que hablaba Heidegger cuando se aproximaba al tiempo del hombre. 

Un dios que es lanzado a la intemperie es un dios que  arriba al tiempo del hombre desde la eternidad, a la destemplanza  del clima del deseo, a esa solicitud de la carencia, al desnudo humano, y ¿qué más desnudez que la temporalidad que nos arrasa y nos abre el sendero de la lucidez dolorosa de nuestra finitud, de nuestra precariedad? Ese abajarse del dios que camina entre nosotros y nos interpela con su presencia y con su palabra se constituye en  el núcleo vibrante del libro de ARG. El autor nos invita a una danza dialéctica acercándonos con paso firme y, a la vez, sinuoso, trémulo o perdido a la experiencia del des-centro, a la experiencia íntima y, tal vez, fundante de lo humano: la Intemperie…. Lo único que nos cobija, como vislumbró Rilke. Y desde allí se arriesga a hablar de Dios en medio de nuestra postmodernidad, en esta también zona de intemperie sin asidero espiritual ni metafísico. El que ARG se dedique a otorgar vivo significado y profundidad a palabras que se han convertido en clisés o en hueras sonoridades, es uno de los mayores logros de este libro.

Y ese dios que adviene a través de la palabra en el propio camino del místico que se atreve a escuchar a ese Otro que habla, (“Háblame, Señor, que tu siervo escucha”, diría el profeta Samuel), es el que ARG nos muestra. Presencia abismal y dialogante. Letanía de opuestos. Hecho fundamental que nos hace ser-con otros en diálogo íntimo con el abismo que nos habita o que habitamos, y al que sólo accedemos desde el despojo. (“Orar a Dios, no sólo en secreto con respecto a los hombres, sino pensando que Dios no existe.” Como exclamaba Simone Weil desde los pliegues dolientes de su misticismo) Para Armando Rojas el Dios único es el de los místicos que no temen a la nada, “espacio quemante en quien nadie entra impunemente”. 

Opto entonces por tomar una punta de ese extenso tejido caleidoscópico que nos ofrece Rojas Guardia y propongo dialogar con uno de esos puntos brillantes de su disertación confesional constituida por su acercamiento a la enfermedad, particularmente a la enfermedad mental, y que, no obstante su particularidad, tan bien articulada está con todos los otros aspectos del libro. 

Más allá del hecho conmovedor de su experiencia como persona que sufre, Rojas Guardia nos interpela con la palabra locura, que no es cualquier palabra: es una de las palabras más plenas de significaciones y, por ello, tan confusa, en extremo manoseada y, a veces, incluso, vacía. ARG nos acerca a la Locura en tanto herida. Pathos necesario para alcanzar una lucidez extrema nacida del despojo de todo asidero racional; lucidez que conduce a hallarse ante si, solo, como ser  gimiente, ser herido en el costado como Jesús, en el muslo como el rey Anfortas del Parsifal y como el Ulises homérico, o como el propio Adán herido en su costado para extraer de si la feminidad que necesita ver y amar. 

Este postulado de la locura, que puede hallarse en muchos autores y  particularmente en los artistas y poetas, es profundizado por Rojas Guardia y llevado al ámbito místico de encuentro con el Otro, no sólo en el sentido freudiano del Otro del deseo, o de esa Sombra de la cual habla Jung, sino primeramente y ante todo en el sentido del encuentro en esa noche oscura donde una feminidad dialogante, un dios feminizado por la sobreabundancia de vida y amor nos aguarda y sale en nuestra búsqueda, tal como la sublime amada del Cantar de los Cantares. Ya no es el postulado de un encuentro metafísico intelectivo, espiritual, se trata de un encuentro místico a través de la vía del pathos del cuerpo-mente indisolublemente fundidos, tal como lo planteara tan lucidamente el poeta William Blake. (“no tenemos un cuerpo distinto del alma, el cuerpo es el alma percibida por los cinco sentidos”).

Rojas Guardia interpela a la psiquiatría tradicional que no dialoga, que evita la locura y a la persona que la sufre, que la aísla,  la etiqueta y la coloca en un manual y que termina haciéndose sorda a esa singularidad del sufrimiento humano. Decía San Agustín:  es mudo quien no habla de Dios, y en ese sentido podríamos pensar que es sorda y muda toda psiquiatría que no dialoga con la locura, al tiempo que  intenta compulsivamente abortarla- como en stultífera navis- hacia la “normalidad” de la Ley, representada en lo fármacos y en las internaciones. Sin embargo, Rojas Guardia sabe muy bien que no puede negar la existencia de la locura, como no se puede negar la existencia de la enfermedad, las ubica, no obstante, en el lugar de la necesidad ontológica, ellas constituyen el camino del despojo, tal como en el relato babilónico de Inana, a quien en su descenso al inframundo le van siendo arrebatados todos sus atavíos, joyas y aderezos hasta quedar despojada incluso de la propia piel; entonces, la enfermedad es la vía regia en el encuentro con el tú magnifico-parafraseando a Rafael Cadenas- ese Tú de los abismos que espera nuestra llegada: y es en este punto donde el planteamiento rebasa el de un enfermo psiquiátrico o de cualquier otra índole. El sentido último de la enfermedad es, para Rojas Guardia, mostrar la luz, la expansión de la consciencia en tanto advenir a nuestra humanidad en su más alto estado, nacido de la suma precariedad e indefensión en el que nos movemos y tenemos nuestro ser… El psicólogo William James es el primer autor que asocia claramente la enfermedad depresiva y la experiencia mística y señala que el sufrimiento psíquico puede llegar a convertirse en una opción para alcanzar un sentido profundo de la vida y abrir nuestros ojos a estratos más recónditos de la realidad. Mas sin embargo, hay que buscar ese sentido, saber leer o intentar leerlo entre las criptografías del sufrimiento mismo,  penetrar su misterio y lograr simbolizarlo, de lo contrario la enfermedad es refugio.

Dice Rojas Guardia:

” La locura es todo lo contrario a un refugio. 
Si la experiencia interior la convierte en casa cómoda, deja de ser lo que es: se convierte en seguridad, es decir en pose… es decir en coartada. 
La locura sólo es creadora cuando deviene intemperie”

Borges afirmaba: “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que todo cuanto le ocurre es un instrumento (…) Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo le ha sido dado como arcilla, como material para su arte”  y así terminaba concluyendo que su ceguera era un don. Así pienso que ARG nos lleva a concluir que la enfermedad es un don en el camino del encuentro consigo mismo y con aquello que nos trasciende en ambas direcciones: hacia el Otro del abismo y hacia el Otro totalmente externalizado que se descubre en el prójimo. La búsqueda infatigable de esta consciencia expandida comienza siempre por ese abismo que interpela y nos acoge, salvándonos de la “pesadez del espíritu”, que se  cree centro ilimitado.

Ese oscilar entre luz y oscuridad, día y noche, representa muy bien los vaivenes del tiempo cósmico, de la intemperie, del ser  náufrago que  se despliega entre ocasos y auroras. Su confesión sin artificios nos conmueve, pero sabemos que no está dada como ejemplo a seguir, es confesión dentro de su propia e íntima búsqueda de significado. Para ARG la enfermedad es palabra que dialoga, que también interpela, la enfermedad es ante todo sufrimiento que espera ser escuchado, descifrado y cantado: 

“¿habrá alguna vez un poeta que cante estos diálogos, susurrados en uno de los círculos del infierno, mientras Caracas arde de luces allá afuera, indiferente?”

Nótese el topos Caracas, de ser centro en tanto ciudad, ahora, desde la perspectiva del hospital, ella es la marginal, y de esa manera, tal vez, ella asume a ese dios des-centrado que parece indiferente ante el clamor último: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc. 15: 33-34). Dios y la ciudad enmudecen, y el humano que sufre se halla solo ante si, dialogando con el Otro -el mismo- que duerme en la cama de al lado…

El encuentro demoledor de un intelecto hipertrofiado por las ideologías, los racionalismos, las convenciones y demás artilugios de la cultura, con la realidad abarcante del cuerpo, con las paradojas de la materia, es para ARG un camino de redención, pero redención escatológica que no está por ocurrir en un tiempo mesiánico, sino que discurre en nuestro tiempo de intemperie, allí donde se instala el dios del desierto, del Gólgota, de los suburbios. Dios extraño, exuberante y subversivo que conecta de manera admirable con Dionisos, quien también es una inusitada advocación del dolor, de lo terreno, de lo humano en extremo, así como también de la vida perenne, aquella Zoe  inagotable de los antiguos griegos: Dionisos el despedazado, dios de la danza y la tragedia, del vino y la locura. Dice Armando Rojas Guardia: “el fracaso puede ser Dionisos engendrado en el muslo de Zeus”; esta frase me tomó, es una frase-rapto donde el autor nos convoca a aceptar que la herida está presente y no en tanto masoquismo sino como expansión de una vida completa y abundante, que es una herida cóncava con la oquedad de un útero,  cualidad de lo femenino que le permite alojar al Otro del abismo. La herida nos precede, como nos dice Chantal Maillard.

Porque del fracaso estamos hechos todos, somos heridas abiertas donde un dios se engendra y espera que le demos a luz.

Anamaría Hurtado.
Mayo 2015 

Ilustración: El sueño de Job - William Blake

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