Soñando a Rambam... de José Manuel Aguilera



Yo estoy desorientado y casi entrego mi cuerpo a los abismos. 

Me detuvo mi amado Rambam, (1) Rabi Moshé ben Maimón. Me abrazó y habló: “Aparta ese dolor. Aunque tienes a tu padre, para mí siempre has sido un hijo. Aleja los miedos, las dudas, las zanjas profundas que te impiden el encuentro con Dios, Señor del Universo”. Y es que para mi maestro, todo era fácil. Compartió siempre su hogar conmigo y con mi padre musulmán, criado de su progenitor, Maimon Ben Yossef. (2) 

Yo soy apocado, en medio de tantas luces que se alargan y miran el mar horizonte que “redondea su faz”. Él escribió, juró y gritó a los cuatro vientos que la tierra era redonda. (3) Por esto, un pequeño conciliábulo intrigante osó pedir Hérem (4) para él. Su respuesta tajante fue: “Sólo un ignorante rechazaría que el orbe creado por Dios, como está en Bereshit, (5) es sin dudas un círculo del firmamento como todos los astros”. 


ii 

Mi padre cuenta que Maimónides, como le decían los cristianos a Rambam, nació de un milagro, un día antes del Pesaj, (6) el 14 de Nisán. (7) Su madre murió el día del parto, pero el niño llegó. Fue breve el desconcierto de la muerte, solo un segundo duró el túnel de las penas, porque el pequeño ocupó todos los lugares con su llanto junto a los sonidos del Cantar de los Cantares resonando en el Pesaj. Se vivió entonces la dura paradoja del amor en medio de la ausencia de la esposa, como el pastor y la sulamita, obligados a separarse y a encontrarse de nuevo. Su padre viudo leía con lágrimas en los ojos: “como un lirio entre yerbajo espinoso, así es mi compañera entre las hijas. Como un manzano entre los árboles del bosque, así es mi amado entre los hijos. ¿Quién es esta mujer que está mirando hacia abajo como el alba, hermosa como la luna llena, pura como el sol relumbrante?”. (8) 


iii 

Mi padre árabe se llamaba Yusuf Al Falati, (9) era un hombre bueno. Pero la influencia que tuvo Maimónides sobre mí lo superó. Me amó no solo con la ternura de un progenitor, sino también con el manto ilustrado de un maestro. Cayeron en la conmovida tierra de mi pecho todos sus mensajes, estudios de la Torah, de los Neviim, del Ketuvim. (10) Yo pude ver una luz de llama que entraba por sus ojos y era el Tanaj (11) que no cesaba de formar un muro grande, fuerte y brillante que sostenía su sabiduría. Maimónides, mi Rambam, era humilde ante el rezo y las lecturas. Y aunque siempre tenía la sonrisa del viento y los matorrales, esos que se mecen en medio de olivos y manzanos, fue muy duro con la comunidad cuando se trataba de mantener el sendero de la Torah, cuando buscaba “reparar las cercas rotas de la ley de Moisés” (12) . Se recuerda todavía el caso de un kohen(13) de Alejandría, que rompió las leyes casándose con una mujer agunah(14) y fue separado de la comunidad por decreto de Rambam; o su discurso en la sinagoga, cuando, con los rollos de la Torah en la mano, dijo: “abominable es cualquier mujer que no cuenta los 7 días o no se sumerge”, hablando del rito de limpieza luego del sangramiento de la mujer; o sus reclamos a aquellos que no mantenían compostura durante el rezo. 

Yusuf, mi padre y Yossef, el padre de Rambam, hablaban juntos la lengua árabe, que en esos años oscuros nos unía a todos los pueblos de al-Ándalus. (15) Rambam sabía que los templos caían, pero las palabras eran el aliento que preservaba la doctrina. Su inteligencia hizo que los mensajes repetidos por el eco de Dios siempre flotaran. Es que, aunque habitábamos una península sitiada, el corazón de varios dioses, que eran solo uno, estaba presente, en todas las lenguas. 


iv 

Y fue mi lengua de niño musulmán la que salvó a toda la familia una noche, cuando Maimónides tenía 13 años. 

Llegaban historias terribles de los Almohades, que ocuparon Córdoba con su califa y decretaron allí su capital. Con violencia inaudita destruyeron Eliossana, (16) sus sinagogas, la academia talmúdica. Los sefardíes preferían morir antes de convertirse al Islam. 

Todos dormían tras el miedo almohade. La casa de piedra acobijaba el otoño y ese imperio árabe era una tromba de dolor que marcaba las paredes de los hogares para contar sus días. Solo la conversión al Islam podía salvar los pellejos de judíos y cristianos. Mi padre Al Falati era bueno y me amaba pero gustaba de llorar. Él siempre recordaba con vana esperanza, cuando hace no tanto en los mercados estaban juntas las tres religiones, cuando las mujeres se confundían en sus ritos y la bruma de la tarde al pasar dejaba un halo de sonrisas. El padre de Maimónides también sufría. Pero lo hacía en el silencio de los sacrificios, leyendo la Torah con pasión. 

Tocaron la puerta. Todos se incorporaron menos David, hermano de Rambam, que dormía siempre como una piedra. Los corazones se agitaron. Nadie se atrevía a abrir por temor a delatar el judaísmo que se respiraba en cada palmo del edificio familiar. Era olor, solo olor, porque todos los libros sagrados, los menorah, (17) los kipá(18) y por supuesto la mezuzá(19) de la puerta estaban escondidos. Finalmente no hubo remedio. Los soldados musulmanes entraron con violencia y mi padre los frenó en seco gritando: ¡Salam Aleikum!(20) Al principio, todos los invasores callaron, para unos segundos después responder: ¡Aleikum Salam! Mi padre hablaba y hablaba en árabe y preguntaba qué estaba sucediendo. En la casa los demás callaban. No era fácil para una familia de jueces rabínicos mantener la calma y no pensar en el acto de apostasía en el que estaban incurriendo. La casa temblaba y las palabras de mi padre Yusuf eran un monólogo interminable de tinte religioso que no tenía sentido. El jefe lo mandó a callar. Quería saber quién más estaba refugiado en las cuatro paredes. Más atrás, un soldado tosco, gritón y con una cicatriz que dividía diagonalmente su rostro sacó una gran espada árabe que blandió por los aires. Maimon ben Yossef, padre de Rambam, ripostó en buen árabe que eran una familia cansada que sólo quería seguir durmiendo y esperar el alba para rezar y salir a cumplir con sus obligaciones. Trató de ser generoso, ofreciendo un dulce fresco que estaba en la mesa y solo logró nuevos insultos de parte del esperpento que hacía de espadachín, que golpeó con furia el mueble, arrojando la comida por el piso de tierra. 

Todos callaron. Pero alguien flaqueó. La nueva esposa de Yossef temblaba. No sabía una pizca de árabe y estaba aterrada. Y resulta que yo a mis seis años estaba en sus piernas, recostado en su pecho, medio dormido, ajeno a todos los calores de la discusión. Los soldados le gritaban: ¡Altahaduth!(21) Lo repetían más fuerte: ¡Altahaduth! ¡Habla! La mujer comenzó a llorar y cuando estaba a punto de lanzar algún torpe fraseo en idioma hebreo, hablé yo, gritando en perfecto árabe: “¡tengo hambre! ¡Quiero leche con miel!”. 

Luego de varias risotadas, el jefe del grupo dijo: “dele de comer a ese niño cuanto antes”. 

Maimónides siempre me recordó como el muchacho que hizo menos grave su breve apostasía, al evitar la farsa de tener que llamarse musulmán en juramento, para evitar ser sacrificados. 

Salimos al amanecer, despavoridos. La lenta sombra del dolor nos persiguió cinco días, hasta la entrada de Almería, para seguir casi de inmediato hasta Santa María del Camino. Me cuentan que Maimónides no paró de rezar, de estudiar. No cesó de adentrarse en la teofanía, con la pasión que lo amalgamaba con la Torah en piadoso encuentro. 



Rambam de 23 años empezó a escribir y nunca más paró. Ya su entrega lo había convertido en Rabbi. (22) Era conocido por todos, comentaba los textos sagrados y era respetado por su guía iluminada que se ocupó de los tratados del Talmud. (23)En Fez vio a su gente escondida, desorientada y sentía que los corazones escapaban de los pechos con tristeza e ignorancia. Una noche se enteró de la muerte de su hermano David en un naufragio, camino a La India. (24) Con ojos desorbitados, delirando, dijo: “Los corceles de Jerusalem me acompañaron en trasfondo hasta los límites excelsos de la amargura”, para luego recitar en ladino “Kien munço se lo pyensa non se va en Yeruşalayim”(25) ; moría un poco a diario, sollozaba, era un mártir de sus fantasías, buscaba sanar heridas, ganglios, llagas de todos los colores y se dijo: “Dios me pide que cure” y fue cuando se adentró con los maestros de las ciencias del cuerpo humano, llegando a abrazar -no sabía si en sueños- a Hipócrates y a Galeno. Rambam aprendió mucho de la forma y la materia, de la piel y de los órganos del centro del mundo que eran los cuerpos. Fue cuando se dio cuenta que Aristóteles también lo acompañaba porque entendió la esencia fundida a la materia, el ser que es la sustancia. 


vi

Seguía mi maestro en Fez, cuando se dio cuenta que muchos de su pueblo ocultaban sus creencias tras las formas musulmanas, pero seguían, a hurtadillas, orando y leyendo la palabra sagrada en el Yeshivá, un pequeño cuarto que se escondía al fondo de un pasillo del mercado judío. Deliraba. Luego de “verse y hablar” con la imagen de Verroes en Almería, sin saber del todo si eso sucedió, Rambam se dijo: es tiempo de escribir sobre la Mishná. Lo hizo por veinte años, junto a una vida errante que lo llevaba y traía desde el norte de Africa, hasta los confines de los cinco reinos de la España. Yo estuve con él algunas veces. Mi primer viaje solo con Maimónides fue a mis dieciséis años. Me marcó para siempre. 

Corría el año 4925. Salíamos de la región de España por el puesto de Santa María cuando conocí a una hermosa dama, llamada Constanza, quien vino de Aragón. Era catolissisima y vino a complicar nuestra Babel con sus ojos verdes. La tuve por 5 años a mi lado y no me dio hijos, pero me abrió de nuevo la entrada de los Cantares, que recitaba de memoria en nuestras noches de cuerpos amarrados. Maimónides la aceptaba porque era mi compañera, y tenía cultura para hablar del Tanaj. Un día discutieron de la resurrección de los muertos hasta la madrugada y Rambam le leyó, sin parar, sobre temas profundos, esos que mencionan el hueso inquebrantable y el viaje del cuerpo que sube hasta el alma el día final. Ella, con ojos engrandecidos, soñó esa noche con iluminaciones de seres corpóreos y almas que salían disparadas como flechas al firmamento. Rambam dijo: “los cuerpos necesitan del alma para su conformación, para existir con su fuerza vital, para encender los sentidos, la imaginación, las pasiones, el entendimiento y la libertad”. Constanza, en profundo parabién, sintió en ese momento lo que dijo llamar communio, armonía profunda con el sabio, mi Rambam, a quien llamó “abuelo” de sus creencias en Cristo. 


vii 

En Egipto, nuestro grupo se estableció con Maimónides en Al-Qahira, llamado también El Cairo. Su fama y erudición era harto conocida, por lo que el visir Al-Fadhel lo presenta y recomienda al sultán Saladino para que sea su médico. Cómo pudo mi Rambam tener la armonía y grandeza para luchar por las curas del cuerpo al mismo tiempo que escribía en arábigo su Dalalat Al-Hairin, nunca pudo mi cabeza entenderlo. Se lo dedicó a Joseph Ibn Aknin, un aventajado discípulo a quien quiso mucho. A él le escribió: “Desde el instante mismo en que resolviste, mi querido discípulo, venir a mi lado desde lejano país a estudiar dirigido por mí, tuve el más alto concepto de tu sed de conocimiento, de tu amor por las indagaciones de carácter especulativo de las cuales dan testimonio tus poemas… Cuando quiso Dios que te marcharas lejos, el recuerdo de nuestras discusiones avivó en mí un propósito largo tiempo acariciado: tu ausencia me ha inspirado e inducido a componer para ti, si quiera no sean muchos, el presente Tratado”. Más adelante, Joseph no mostró verdadero amor ni rigor alguno con Rambam ni con la exégesis de sus escritos. 

Su día en El Cairo era muy duro. Una vez, mientras atendía la llaga de un paseante enfermo que vino a nuestra casa, me dictó una carta dirigida a Rabi Samuel Ibn Tibbon, que decía: “Resido en Egipto, en Fostat. Al Sultán, que vive en El Cairo, alejado de mi morada, estoy obligado a visitarlo a diario, muy temprano en la mañana. Y cuando alguno de sus hijos o personas de su harem están indispuestas, no oso abandonar El Cairo, y permanezco en palacio la mayor parte del día. Igual es cuando algún funcionario de la corona se enferma. Lo corriente es que vaya a primera hora del día a palacio, y si nada anormal acontece, regrese a primera hora de la tarde a mi casa en Fostat. Pero entonces hallo las antecámaras abarrotadas de judíos y gentiles, nobles y villanos que esperan mi regreso” 

Pero seguía escribiendo. Mucho de madrugada. Tres velas anchas permitían a mi Rambam escribir, a veces en pergamino, otras en vitela, siempre con una pluma de hierro vieja que él apreciaba mucho. Fueron tantas las veces que me pidió que oyera y transcribiera su dictado que tal vez la mitad de los pliegos estaban llenos de mi caligrafía nasji, dibujada con cálamo. 

Recuerdo la introducción, que me dictó al final de su trabajo: "El objeto de este Tratado es dar luz al hombre piadoso que fue educado para creer en la verdad de nuestra Santa Ley, el cual conscientemente cumple sus deberes morales y religiosos, y, al mismo tiempo, ha seguido con acierto y aprovechamiento el estudio de la filosofía. Tiene también esta obra una segunda aspiración: procura aclarar ciertas metáforas oscuras que se hallan en los Profetas, y que algunos lectores ignorantes y superficiales toman al pie de la letra. Aun las personas bien informadas se descarrían, quedarían perplejas y se confundirían si entendieran estos pasajes en su sentido literal; empero, se sentirán por completo aliviados de su confusión y perplejidad cuando les expliquemos las figuras o simplemente les indiquemos que las palabras se emplean en sentido alegórico. Tal es la razón de que haya llamado a este libro Guía de los Perplejos" Aun recuerdo cuando me dijo, estoicamente, “acabamos de escribir una guía para perplejos”. Logré, no sin esfuerzo, mantener mi rostro inmutable en ese instante curioso. 

Duros comentarios estallaron los primeros días, cuando la guía fue conocida por otros Rabbis. Fueron tan duros y punzantes las palabras que lanzaron a Rambam que una vez su corazón parecía estallar, luego de una meditación en la sinagoga, donde dos viejos sabios se enfrentaron a él, llamándolo “loco peripatético extraviado de la fe”. 

Pronto las aguas volvían a su cauce y fueron más los que exaltaron su virtud y fe que los que se quedaron atrapados en el fango de la mediocridad. 

Varios párrafos valiosísimos brillan en la Guía. Nuestros sabios Rabbis tienen aquel dicho esencial: “La escritura habla con el lenguaje de los hombres”. Pues para mí esta línea se ilumina en claridad cuando Maimónides nos explica que debemos quitar literalidad a los escritos, y que así como el padre educa a su hijo pequeño con historias impregnadas de alegoría, así mismo Dios nos da luz “con el lenguaje de los hombres” a través de sus parábolas que nos imbuyen en las verdades espirituales. 

Rambam también nos habló para el nacer y el renacer. Nacemos con la religión natural, decía. Y renacemos con la Revelación. Fue así como nos brindó el auxilio necesario, la mano de maestro, para abrazar al filósofo Aristóteles no sin detenerse frente a él varias veces, mirarlo a los ojos con dureza y pasar por su costado. Pero siempre regresaba y parecía darle la mano para caminar, como lo hacían los peripatéticos, hasta llegar al primer motor inmóvil, que era el dios de los descarriados. “Por algo se empieza” decía Maimónides. Los judíos dispersos y aún los gentiles podían así extraer todos los jugos de su conciencia, caminando con Aristóteles, hasta que viniera la fe en pos de acercarnos hasta la otra orilla, aquella donde se dibuja con la fidelidad del mejor pintor la silueta de nuestro único Dios. 

Y trata a Dios con la delicadeza y amor necesarios. A Dios lo alcanzamos con la imaginación del niño que ve a lo alto, e imagina y palpa lo imaginado, con profunda fe. Hasta ahí es suficiente. Escribió Rambam: “Dios vive sin atributo de vida; conoce, sin atributo de conocimiento; es omnipotente sin atributo de omnipotencia; y sabio sin atributo de sabiduría. En Él todo se reduce a una sola y la misma esencia”. Una noche, enfebrecido, me dijo: “toda la palabra que nos ha sido dada transita por el camino de nuestra condición de hombres de carne y hueso. Y tal vez así entendamos, quizás lleguemos a la esencia, mediante los atributos que no son de Dios, sino nuestros” Escribió acerca de la llama de profeta que todos tenemos. Ínfima a veces. Reflexionó también sobre los íntegros profetas, los menos, los que escribieron los Neviin. Yo me encendí un solo día y me bastó. Día triste. El día que supo mi alma encendida que Constanza viajaría lejos. 


viii 

Cinco años tenía conmigo Constanza cuando enfermó. 

Y la vi acostada. Sus pies libres, blancos, helados. Sus brazos del mismo nácar. Sus ojos verdes enrojecidos. Yo, apenas un ser extraviado hasta los huesos, roca inanimada esperando algo que brotara de las entrañas de la tierra, una pócima, un soplido indulgente, que hiciera reaccionar sus órganos detenidos. Yo, muerto en movimiento, en desesperación, en vida. Ella detenida, congelada en esta sinrazón que me la quitó en pocos días. 

Yo estoy desorientado y casi entrego mi cuerpo a los abismos. 




                                                                  José Manuel Aguilera



(Trabajo presentado para el Diplomado de Literatura Mundial Cátedra de Literatura Hebrea Universidad Metropolitana)

NOTAS:

(1) Rabi Moshé ben Maimón, Maimónides, llamado también Rambam.

(2) Padre de Maimónides.

(3) Planteamiento de Maimónides 350 años antes del descubrimiento de América.

(4) Censura eclesiástica hebrea que consiste en la exclusión del afectado de la comunidad religiosa.

(5) Libro del Génesis, primer libro de la Torah y de la Biblia.

(6) Fiesta judía que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto.

(7) Primer mes del calendario hebreo bíblico.

(8) Pasaje de “El Cantar de los Cantares”, uno de los libros del Tanaj

(9) Criado del padre de Maimónides (personaje imaginario).

(10) La Torah, los Neviim, y el Ketuvim son las tres secciones del Tanaj

(11) Es el conjunto de los 39 libros sagrados del Judaísmo, equivalentes al Antiguo Testamento de los cristianos.

(12) Frase atribuida a Maimónides, en: Yacob Even-Hen, EL RAMBAM, RABI MOSHE BEN MAIMON, LA HISTORIA DE SU VIDA. Jerusalem, 5755 - 1995

(13) Religioso hebreo, considerado como un descendiente varón directo de Aarón.

(14) Mujer separada de su legítimo esposo pero que se considera “encadenada” a su matrimonio, porque el esposo no ha acordado formalmente la separación.

(15) Nombre árabe dado al territorio de la peninsula ibérica ocupado por los musulmanes.

(16) Legendaria ciudad judía de la península ibérica entre los siglos IX y XII, llamada “la perla de Sefaraf”.

(17) Candelabro o lámpara de aceite de siete brazos de la cultura hebrea, considerado uno de los elementos rituales más antiguos e importantes del judaísmo.

(18) Tradicional gorra ritual utilizada por los varones judíos.

(19) Pequeño pergamino colocado en el marco de la puerta que tiene escrito dos versículos de la Torah, e indica al hogar como judío.

(20) En árabe significa “La paz sea contigo”.

(21) En árabe significa “¡habla!”.

(22) Rabino.

(23) Talmud: Enseñanzas orales y recopilaciones escritas del Judaísmo.

(24) David era un gran negociante. Se dirigía a La India a importar joyas.

(25)  “Quien mucho lo piensa, no se va a Jerusalem”


BIBLIOGRAFÍA

- Yacob Even-Hen, EL RAMBAM, RABI MOSHE BEN MAIMON, LA HISTORIA DE SU VIDA. Jerusalem, 5755 – 1995

- Maimónides. GUIA DE LOS DESCARRIADOS, Editorial Orión, México. 1947

- Moshé Korin, MAIMÓNIDES Y LA GUIA DE LOS PERPLEJOS, Coloquio.org

- La Torah

- Aristóteles. ACERCA DEL ALMA. Biblioteca básica Gredos.

- Rabí Moshé Jaim Luzzatto –Ramjal; ¿QUÉ SIGNIFICA LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS? Extraído de El Zohar 4

- Edgar Vidaurre: CATEDRA DE LITERATURA HEBREA. Diplomado de Literatura Mundial, Universidad Metropolitana. Notas de clase, 2018

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