La Poesía debe partir su pan - por Ana María Hurtado
Estamos reunidos en torno a un libro, ya esto de por si constituye una
ceremonia sagrada. Este tomo que nos reúne recoge toda la poesía de Armando
Rojas Guardia, impecable y bellamente, bajo la luz de Reverón, otro Armando -la
terquedad de la luz, su reincidencia-. Y celebramos también en ágape poético al
hombre que es el libro, pues el alma del poeta le otorga vida a cada página, y
cada página nos habla con la misma suntuosa incandescencia de su voz- mordiendo
la pulpa suavísima del aire.
Quiero partir de una imagen de Armando: él propone que Marx y Rimbaud se
encuentren en un café de Londres, o que Hegel visite a Hölderlin en el
manicomio. Para la ocasión elijo traer a este recinto a tres autores entrañables
para Armando. Tratándose de que estamos
en una prodigiosa librería como ésta, llega el primero, Jorge Luis Borges -por
supuesto- y hojea un ejemplar de esta
poesía reunida, puede ver con los dedos de su alma el rostro de Armando,
mientras recuerda aquel hombre que se propuso la tarea de dibujar el mundo y a
lo largo de los años puebla un espacio con multitud de imágenes disímiles y
objetos, para al final descubrir en aquel laberinto que ha trazado la imagen de
su rostro. Borges siente que en la multiforme dimensión que dibuja este libro
puede ver (Gracias a la ironía divina) el rostro del poeta, y a su vez escuchar
su respiración entrecortada, sus pausas y circunvoluciones; allí está el
Armando que de niño ya sabe su destino y Georgie -el de Palermo- lo mira (de
nuevo la ironía) en la distancia de una casa caraqueña diciéndole a la tía
Albertina que ya se sabe poeta. Borges se asombra de la precocidad y lo siente
afín, él a los 6 ya lo sabía; cualquier destino, por largo y complicado que
sea, consta en realidad de un solo
momento -piensa- el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Y el hombre que hoy está dibujado en este
libro, encontró su destino a los 4 años
y tuvo la certeza, no como aspiración o anhelo, sino la convicción ontológica de quien se entrega
al fatum, lo asume y se ofrenda en cuerpo y alma. Borges
escucha su voz porque todo libro es la voz del autor, la voz que lo
sobrepasa y lo conforma, la voz que lo sobrevive. Y dejamos a Georgie en esta
librería que es su cuota de paraíso y - a su pesar- de inmortalidad, sabiendo que la poesía es
ocasión para la belleza, y Armando, que lo sabe, agrega ¡estamos hechos para
la alegría! Y la poesía es gozo, Poesía:
dolor y gozo imposibles. Se
percibe un leve soplo como el que sintió el profeta Elías en el desierto: es la pequeña y frágil
Simone Weil. Un gozo que, a fuerza de ser puro y sin mezcla, duele
- se dice para sí mientras mira el esplendor del libro. Agrega y recuerda
a los griegos: Un dolor que, a fuerza de ser puro y sin mezcla,
sosiega; ella lo siente porque recibe el rumor de los poemas, el dolor,
la pasión y el sosiego que arden del mismo amor en esas páginas.
Ella se acerca con la reverencia que impone lo sagrado. En todo aquello que nos provoca una auténtica y
pura sensación de lo bello, existe realmente la presencia de Dios -
expresa con susurrante convicción. Tan testimonial es un canto gregoriano
como la muerte de un mártir, piensa desde su levedad que este libro es
el testimonio de la belleza en todos sus registros desde lo más vulgar a lo
sublime, lo profano, lo sagrado, los espacios del cuerpo, el abismo carnal de
la materia, la desnuda locura, la patria, la geografía del fracaso, de los duelos… y nos invita con ese
ánimo de lo sagrado a celebrar el nacimiento, Sol Invictus, ese de Reverón o
del poeta.
Así como la
ruindad espiritual y el carácter rastrero pueden hacer un uso vil de las
palabras más hermosas, y el genio de un grandísimo poeta puede en
ocasiones -aunque muy raramente- llevar a la plenitud de la belleza una
palabra comúnmente horrible colocándola en su lugar exacto -recuerda precisa sus palabras, la cristiana judía de
París, mientras se detiene y piensa en el
color del daiquirí, y el burdel de rojos verdes azules amarillos, y yo solo
creía en ti zarpa florida, el olor de
los baños, la espalda obscura del amor, los urinarios… y que solo las palabras
más sucias harían justicia al mito que
nos une. Las mismas palabras pueden ser vulgares o extraordinarias según la
manera de pronunciarlas. O de quién las escucha, digo yo. Recuerda que ella alguna vez escribió en su
cuaderno: Y esa manera depende de la profundidad que tenga la región del
ser de la que proceden. Merced a una maravillosa sintonía, esas palabras van a
llegar, en quien las escucha, a la misma región. Simone aprecia que las
palabras del poeta le llegan a esas últimas regiones de los cuerpos, donde
copulan dioses y animales, al lugar donde hay un amor morado y
genuflexo, y se estremece desde lo virginal ante el asombro pagano del
deseo. Sólo quien es ruin u obsceno
escucha lo ruin en la belleza.
Unas
hojas más y aparece el silencio y aquel me seco de palabras
-Cuando
tu vienes tu el vacío, el nada el ya
- El
poeta compone el poema pensando el silencio
Si
yo fuera capaz de entrar por fin
En
esa pulcritud del aire inmóvil
Que
he llamado silencio en el poema
Si
yo fuera capaz de nombrar árbol
Como
esta tarde el árbol se mostraba
-Un
poema sale del silencio y vuelve al silencio… La poesía: ir con las palabras al
silencio, a la ausencia de nombre. Y cavila Simone, la pequeña
mística del asfalto, la misma que ama a dios pensando que no existe
Y un
poco más allá la nada vigilante.
Un
poema ha de querer decir al
mismo tiempo algo y nada — pero no cualquier nada, sino la nada de
arriba. Sigue cavilando Simone, en tanto se columpia entre la
gravedad y la gracia, desde su estremecida carne agujereada.
Al
final, llega Merton, un poco retrasado, sin moverse tan bien entre la gente se
topa con Armando y su miedo irreprimible al desamparo, y le señala con
sonrisa de campos de Kentucky: Aquí estamos los poetas. Estamos
unidos para denunciar la vergüenza y el fraude de todas las mentiras colectivas.
Aquí
estamos en nuestra cofradía de inocencias, en nuestra solidaridad de
certidumbres-
Armando,
que se siente monje mendicante o mínimo juglar le responde con cierto
jesuítico fervor: La poesía debe partir su pan
Y
Thomas :
Sintámonos orgullosos de las palabras que nos han sido dadas sin razón aparente, sin la intención de aleccionar a nadie, ni confundir a nadie, ni probar el absurdo de nadie, sino sólo el señalar más allá de los objetos, hacia el silencio donde nada puede ser dicho.
Y
Armando que espera atento la llegada y Merton que le dice:
Aguarda.
Escucha
las piedras del muro.
Permanece
en silencio, ellas tratan
de
decir tu nombre.
-O
el nombre de Mahalia o el de Armstrong-
Y
Cuando tú vienes
tengo prisa por decir
por
llamar de algún modo
por
nombrarme a mí también
¿Quién
eres?
¿Quién
eres
tú? ¿El silencio
de
quién eres?
Y
todo es tan vacío tan gota
Inaprensible
Tan
exactamente nada
Tan
silencio
Quién
(permanece callado)
eres
tú (así como estas piedras
permanecen
calladas).
-Y
Armando que quiere ser silencio mineral-
Y
Thomas que le dice
El
mundo entero está
secretamente
en llamas.
Las
piedras queman,
aun
las piedras queman.
… y calla Merton para hundirse en el mundo y pasar a
la clandestinidad del universo.
De vuelta
al esplendor y considerando que los libros son objetos sagrados, comunión eucarística, como
diría Simone, son el rostro de un hombre, como lo pensó
Borges, y son de todos, aun en el
silencio, como lo intuyó Merton, y que
sus palabras se filtran y nos leen, y no sabemos dónde está el poeta y dónde
nuestros ojos, con el alma en los dedos.
Concluyo, mi muy querido Armando, diciéndote: Puedes
sentirte satisfecho porque el universo de tu poesía te dibuja diáfano, con la
intemperie acuestas, tus piedras queman y dicen tu nombre, y en esta eucaristía
de amores y poetas te decimos alguien
te ama hoy y no secretamente.
Ana
María Hurtado
Caracas,
20-12-2018
Con
motivo de la presentación del Libro El esplendor y la espera. Edición Cristóbal
Zapata. Colección Mundus, Alcadía de Cuenca. 2018.
PS:
las cursivas sencillas corresponden a fragmentos de textos de Armando
Rojas Guardia.
Ilustración: Armando Reverón, Cocotero, c 1944, témpera y arena sobre tela
Ilustración: Armando Reverón, Cocotero, c 1944, témpera y arena sobre tela
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