El Pueblo del Libro... por Iván Daniel Gómez


El Pueblo del Libro. Así les llaman. Así se han llamado. Las letras, la Palabra les da Nombre. Pues Nombre es todo lo que es. Solo que, como diría Aristóteles, lo que es se dice de muchas maneras.

¿Qué es esto que parece un trabalenguas? Esto que se dice sin decirse, con la palabra que oculta y desvela, que susurra estruendosa significación, como el silencio que se dice ante la injusticia, ante la diáspora (que no es solo la de los judíos), ante la quema de templos. A los judíos les quemaron su Templo. Nabucodonosor II quemó el Primer Templo. Tito quemó el Segundo Templo. Una y otra vez les han quemado sus Templos. 

¿Qué es un Templo? Templo es el lugar de religión, de re-unión. Templo es el lugar donde el augur divisa el vuelo de las aves; donde contempla, transustanciada, la paloma que trae el olivo después del peregrinar, por agua o por tierra, y que insufla el espíritu devuelta al cuerpo que bordea el naufragio. Y con tanto Templo quemado, con tanta roca derribada y tanta ruina mundana, el religarse debe transfigurarse. La comunión debe volar, como la ceniza, en el aire. El Templo, donde retorna lo mortal a lo divino, debe inhalarse y exhalarse. Debe resguardarse en la memoria, y la memoria es el Libro.

Con la quema de los Templos, los hijos de Heber tuvieron que reubicar su espacio de reunión. La memoria fue el santuario elegido para resguardar la Palabra ante tanto fuego y, a partir de ella, religar. A fin de cuentas, ¿no fue en el ardor de una zarza donde se reveló la Palabra ante Moisés? Cuando el Príncipe Egipcio inquirió por el Nombre, la voz de la llama, la voz del que mora en la zarza, respondió: “ehyeh asher ehyeh: Yo soy el que soy”. A causa del fuego que consumió los Templos, los hijos de Heber recordaron el fuego donde se expresó el Nombre, y con el nombre, la Palabra. Así, hicieron de la Palabra Templo, y religaron en ella. La revelación se dio a sí misma en la Palabra y el hombre, comulgando, la escuchó.

La Palabra de lo divino se escucha. La voz de Dios recorre la caracola del oído humano y permite su aprehensión. Si cualquier escucha puede aprehender la Palabra, si hay un tipo especial de disposición auditiva o una atención acústica propia del escuchar lo divino, son preguntas que merece la pena conservar para la meditación. Lo que interesa, para lo escrito en este texto, es preguntar por el hecho mismo de que la Palabra de Dios sea escuchable, que sea un fenómeno perteneciente a lo oído. Gershom Scholem, en Lenguajes y Cábala, dice: 

“En el sentido que fue  primeramente acuñado por el judaísmo, la verdad era la palabra de Dios en cuanto perceptible acústicamente, es decir, hablada. Según el concepto doctrinal de la sinagoga, la revelación es un suceso acústico, no visual (…)” (pag. 11)

Moisés escucha a Dios; no lo ve. Esto tiene muchas implicaciones. Para que Moisés pueda escuchar a Dios, debe haber un canal común que posibilite la comunicación. En términos, quizás, más formales, debe haber una topología sonora compartida para que la voz llegue al oído; el estímulo sensible proferido debe compartir género con su receptor para que este sea afectado por el primero. ¿Cuál es ese canal compartido que tiende un puente entre Cielo y Tierra, entre lo humano y lo divino? Para saber esto parece necesario preguntar qué tipo de fenómeno acústico es el que coliga. 

Cuando Dios se revela ante Moisés, se presume, no lo hizo con cualquier sonido desarticulado e ininteligible. Si bien no puede tenerse certeza sobre esto, la tradición parece sugerir que el sonido de Dios es Palabra. ¿Qué posibilita la palabra?

En la sección del Éxodo que comunica este acontecimiento no se dice que la Palabra de Dios se haya revelado de una manera otra que no sea en el lenguaje de los hombres, por lo que no existe razón suficiente para suponer que no sucedió así. Concedamos que la palabra haya sido articulada en el lenguaje de los hombres y volvamos a preguntar, esta vez con un poco más de precisión, ¿Qué posibilita que la palabra proferida sea escuchada, que se haga común? Más allá de los órganos sensoriales, tanto emisores como receptores, restringidos individual y respectivamente al hablante y al oyente, para que haya comunicación es necesario que haya un medio. El medio de la palabra oral es el aire. Si bien podríamos esforzarnos para pronunciar con extrema dicción una frase bajo el agua, procurando la más refinada inteligibilidad para nuestro escucha, en el momento en que el aire se agote, la palabra se imposibilita; habrá que nadar de nuevo a la superficie para volver a respirar y proseguir el diálogo. Hay, entonces, algo esencial en el aliento que nos faculta para la palabra y nos vincula a la Palabra.

Quizás sea de utilidad preguntar a la misma lengua hebrea qué sentido vela y refiere la palabra aire, por si nos pueda arrojar alguna pista de la implicación de la cosa-aire en el hecho mismo de la palabra y su vinculación con lo divino. La palabra hebrea para aire es ruaj. Proveniente del protosemítico rūḥ- que significa soplar- ruaj también es la palabra hebrea para aliento, para espíritu. Así, en hebreo, una de las Tres Personas de Dios, el Espíritu Santo, es llamado Ruaj HaKodesh. En las Escrituras se dice que, una vez formado de barro el hijo del humus, Dios insufló en él espíritu de vida. Lo que parecen compartir, entonces, el hombre y lo divino en la tradición hebraica, parece ser el Espíritu, el aliento, el aire, el ruaj. El ruaj, y todas las implicaciones de que haya un ruaj comunicante: el sonido, la palabra.

Dios no creó con las manos. Dios dijo, y el mundo fue. La Palabra de Dios es, en este sentido, creadora. La Palabra de Dios propicia el mundo. El mundo comparte esencia con la Palabra. Creación y Revelación son Dios mismo, presentado o representado. Y, para los Cabalistas, la Palabra es un despliegue del propio Nombre de Dios. Así establece Scholem:

La posición central del nombre de Dios como origen metafísico de toda lengua y la concepción de la lengua como desentrañamiento y despliegue de ese nombre, como aparece sobre todo en los documentos de la revelación, pero también en cualquier lengua. La lengua de Dios, que cristaliza en el nombre de Dios y en último término en el nombre de uno, que es su centro, es el fundamento de toda lengua hablada, y en ella se refleja y simbólicamente se manifiesta. (pag. 17) 

Si bien queda claro que todo lo creado es palabra de Dios, esta afirmación de Scholem indica que toda lengua implica de suyo el nombre de Dios. Más aún, lo manifiesta. Por esta razón es que entre los coétaneos del rabino catalán Nahmánides era común pensar que Dios no solo había entregado a Moisés la Torá en su literalidad de mandamientos divinos, sino que el mismo Libro es una secuencia de nombres de Dios –razón por la que los rabinos son tan estrictos en la forma escrita o impresa de los textos bíblicos y no se permiten su lectura si alguna letra falta, pues supondría la ausencia de un elemento divino. Más aún, hay entre estos cabalistas la intuición de que la Torá en su conjunto es uno de los Nombres de Dios. Así lo expresa el también místico de Gerona, Ezra ben Solomon, cuando dice que “Los cinco libros de la Torá son el nombre del santo, alabado sea”.

Así, podría decirse que, cuando se reveló ante Moisés, el Libro fue entregado en el aliento. Su carácter escritural es posterior, pero la revelación original tuvo como vehículo al ruaj. En el ruaj se posibilitó la palabra. La Palabra es el verdadero Templo pues coliga con Dios. La Palabra es Dios mismo, es su Nombre manifiesto. El Libro es la memoria de la Palabra. Y toda palabra sugiere a Dios, si bien velado en una dimensión indecible de lo expresado. 

Es con esta certeza que el pueblo judío ha mantenido su peregrinaje por los desiertos de la historia y del éxodo, sin necesidad de refugiarse en sinagogas para religar. Es recitando y cantando la Palabra que lo mortal y lo divino coligan en lo uno. La verdadera religación está en la Palabra que mantiene religado al Pueblo del Libro. Es en el aliento donde acontece la unión con el que Es.


Iván Daniel Gómez

Ilutración: "Moises se descalza ante la Zarza ardiente" - Ícono Ortodoxo Griego de autor anónimo

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